El eterno (1a parte)

Juan Gabriel, el más grande artista que ha dado México, puede ser descrito con una sola palabra: INTENSIDAD… cosa que muchos se apresuran a calificar como un defecto en vez de virtud. Confunden todo aquello que representaba Juanga en su faceta de divo, es decir, lo colorido al vestir,  lo exagerado al bailar, con su obra artística. Porque es más fácil prestar atención con los ojos que con los oídos.

No. Intenso significa mucho más. Es fácil decir que alguien estrafalario es intenso, de Juanga ni un ciego lo podría negar. Lo complicado viene al entender la intensidad en su sutileza.

Y es que, ¿cómo describir una suave melodía que por medio de un ritmo cadencioso y frases cortas van formando una pieza repetitiva que es a la vez relajante e intensa, como un mantra?

Aunque para la mayoría de personas el estilo juangabrielesco es monocromático y lo relacionan únicamente con esa otra intensidad, la del showman sobre el escenario, la del cantante desgañitado, en realidad su estilo tiene miles de matices y éste, el suave-intenso, es quizás el más emblemático de toda su obra. Y resulta asombrosa su maestría al crear largas, largas composiciones donde el ritmo por sí solo protagoniza una tragicomedia musical que te hipnotiza, que tranquiliza y apasiona.

Adicionalmente nos encontramos con composiciones literarias de aparente sencillez porque Juan Gabriel sabía muy bien que los adornos estorban, que la grandilocuencia es un obstáculo para los sentimientos, que la belleza es simple y los mensajes deben ser concisos. Y digo «aparente sencillez» porque tienen la virtud de ser hermosos y profundos tratados filosóficos sobre la vida y el amor con métrica perfecta y adecuada sintaxis pero todo esto escondido bajo un primer velo: el de las palabras comunes.

«¿Qué necesidad?» es un himno a la aparente simplicidad rítmica y sencillez literaria. El snob se pregunta qué grado de dificultad podría tener escribir una letra así: ‘¿pero qué necesidad, para qué tanto problema?’ sin detenerse a contemplar la magnífica síntesis de lo mejor de la vida: «ama sin reparos, vive como quieres, sigue tu destino, lucha por tus sueños». Un mantra acompañado de una musicalización también con apariencia de sutil pero que va creciendo en intensidad como buen góspel. (Las mentes infantiles verán en el video solamente a los bellos especímenes africanos bailando a su alrededor; las mentes superfluas sólo se fijarán en el excesivo maquillaje del divo… supérenlo y, para quienes no gusten de su obra, por esta vez traten de escucharlo de otro modo).

¿Por qué a los hombres no les gusta Titanic?

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La película Titanic suele ser un gusto culposo, al menos para las mujeres.

Ahí andamos, entre nuestros amigos varones, escondiendo avergonzadas el hecho de que, aunque nos hagamos las muy rudas, en el fondo somos las niñas cursis del cliché, conmovidas por el trágico amor Jack-Rose.

Y también escondemos el hecho de las amigas, porque ahora resulta que las mujeres se han convertido en las mejores policías de la conducta de otras mujeres. Un feminismo mal interpretado: debido a que una verdadera mujer es fuerte y autónoma, una anti-Barbie y anti-princesa Disney versión «frágil y salvada por el príncipe» (hay que hacer la distinción antes de que algún purista nos recuerde el empoderamiento de Rapunzel y Mérida), ahora ya no debe mostrar emociones románticas y nos tienen que fascinar franquicias como Rápido y Furioso para que quede bien claro que nada nos diferencia de los hombres y también somos cabronas llenas de adrenalina que nos sabemos desgarrar la camiseta al grito de ¡GOOOOOOOOOL!. Claro, para mejor aceptación social, publica a toda marcha en tus redes sociales que Mad Max te volvió loca.

Pero Titanic nos gusta, claro que sí. Aunque sea a escondidas. Y aunque no sepamos exactamente por qué , si la mayoría de películas románticas son realmente un asco.

Algunos hombres también admiten que les gusta. Obvio, por la parte de la inundación… «¡se ve chingón, qué realismo, buena tecnología, me pareció divertido ver las muertes!».

He aquí algunas de las razones por las que ambos sexos solemos despreciar Titanic:

  1. Leonardo DiCaprio. Sorry, Leo, de niño eras un diamante en bruto y de adulto eres un gran actor pero en esa transición –incluyendo Romeo y Julieta, La Playa y otras nefasteces– simplemente habías dejado guardado tu talento en algún cajón bajo llave.
  2. La cancioncita. Fue difícil decidir en el número 1 entre Leo y ese pinche tonito castroso de “neaaar, far, wherever you aaare” pero también había que admitir que Celine tiene buena voz. Castrosa pero buena voz.
  3. La viejita sangrepesada. No, James Cameron, no causa ternura.
  4. El exceso de empalago en algunas escenas.
  5. Las intervenciones del equipo investigador en el presente (los que escuchan a la viejita) quienes en nada hacen clic con la historia.
  6. ¿La tabla donde sí cabía Jack? Noup, lo cierto es que los Mythbusters ya se encargaron de comprobar que sí se hubieran hundido juntos.

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Si ya dije que la mayoría de películas románticas en realidad son un asco, ¿qué es entonces lo bueno que tiene Titanic, que nos gusta casi a un nivel del subconsciente?

Ajeno a que…

  1. Guarda enorme realismo con los hechos históricos gracias a la seria y ardua investigación de Cameron, como tod@s sabemos.
  2. Tiene dosis equilibrada y suficiente de suspenso, drama, romance, acción y hasta humor.
  3. Es impecable su realización técnica.
  4. Refleja muy bien las diferencias sociales en forma y fondo: desde la suntuosidad de los salones del barco y el lujo ostentado por la clase alta en comparación con las vestimentas y camarotes de los pobres hasta el trato déspota en el día a día hacia los “inferiores” por parte tanto de pasajeros como de la tripulación, quedando de manifiesto de forma cruel en la fría selección de los que se salvarían dando a cada vida humana un valor según su dinero.
  5. Los demonios propios de cada clase social, siendo la pobreza la cruz de unos y la infelicidad por matrimonios arreglados y guardar las apariencias de otros.

… hay otra razón más importante, y es la siguiente:

Rose, interpretada espléndidamente por la siempre hermosa y natural Kate Winslet.

Rose, quien luchaba por el derecho a escribir su propia historia. La que tenía carácter y no le apenaba demostrarlo pese a lo desfachatado que fuera ello para la mujer de la época.

Rose, quien odiaba la sumisión aunque tuviera que acatarla, obligada por su madre. La alfa que se resistía a ser beta de un hombre indigno.

Rose, quien no se rebeló sólo para salvar su amor con Jack sino para salvarse a sí misma de un destino inaceptable. Inaceptable no sólo por casarse sin amor sino por perder el amor a su dignidad, a su espíritu, con un hombre que tomaba cada pequeña decisión por ella, que no le permitía expresarse libremente, que despreciaba su inteligencia y sólo la admiraba por bella.

Rose, la que tomó el apellido del ya fallecido Jack sólo por mentir sobre su identidad y evitar ser encontrada, mas no como pertenencia a un hombre. En todo caso como homenaje a su memoria, agradeciendo el sacrificio de su vida por ella.

No fue la primera gran revolucionaria de esos tiempos, en personajes ficticios.

Pero qué bien cayó un personaje así en una película de época. Transgresora sin fatales consecuencias a modo de castigo, como Anna Karenina.  No tiene los mismos motivos que Madame Bovary, coleccionista de amantes debido al aburrimiento de su vida burguesa.

Me encanta Rose. Su fortaleza no proviene de su amor hacia el príncipe azul; su temperamento no es por rebeldía adolescente ni “caprichos de niña rica” como no lo es tampoco el enamoramiento que nace en ella. Rose es culta, como casi todas las chicas de cierta posición social en edad casadera tenían que serlo, pero además cuestiona esos dogmas aprendidos. Aprecia el arte no por tener el poder adquisitivo para presumirlo sino porque sabe verlo, aprehenderlo, sentirlo. Lee lo que no debería leer, como esas ideas vanguardistas freudianas, y discute cuando tiene argumentos para hacerlo.

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Y es por Rose que a los hombres no les gusta Titanic.

Esto no quiere decir que a los hombres aún les asuste una mujer decidida y con cerebro. Todavía los hay, pero esperemos que ya sean tan pocos que no sea necesario tomar más en cuenta este argumento.

Lo que quiero expresar es que a un hombre, el promedio, la mayoría, le vale soberano pepinillo un personaje femenino que lucha por su propia libertad. Bah, qué aburrido. Obviamente, no pueden sentir empatía porque no les ha tocado vivir en la frustración social del “deber ser”: la novia trofeo, la virgen respetable, la esposa perfecta. Y no les ha tocado la lucha por liberarse de esos roles que no permiten respirar, vivir, gozar.

Antes, sobre todo antes porque sigue ocurriendo, quien se atrevía a ir contracorriente, retando el mundo de los tabús, se condenaba a sí misma a ser una paria y aceptarlo. La puta del pueblo, la que tiene un hijo bastardo, la que puede ser escupida en la cara por cualquiera. Un precio muy alto por controlar su destino. Pero era una cosa u otra, nunca las dos. Dicen los machistas: “¿por qué diablos destruir paradigmas y luego buscar aceptación?”… pues es que tampoco se trata de lo contrario.

Rose rompió sus cadenas y no fue condenada por ello. Disfrutó un matrimonio con amor y tuvo familia en un margen de “normalidad” y no siendo feliz “a su modo y a pesar de todo”. Vivió todo lo que había soñado, tal como le prometió a Jack, sin miedo de hacer la diferencia.

Rose nos enseña muchas lecciones valiosas pero la principal es, por supuesto, no dejarnos morir en vida.

¿Por qué a un hombre le iba a gustar semejante historia, si no se puede identificar?

Los horrores de la realidad

Como ser humano me siento horrorizada por los actos cobardes cometidos en pleno abuso de poder, secundados por la aceptación social de lo que es normal, de lo que debe ser. Aunque haya consecuencias legales, no hay rincón del planeta que esté exento de atrocidades, en nombre de la religión, de la política, del capitalismo o del socialismo, de cualquier área mal ejercida, corrompida.

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Satisfacción personal

Cuando nos preguntan cómo estamos, solemos responder con un automático «bien» sin detenernos a evaluar nuestro estado anímico, autoestima o felicidad. Solemos encasillarnos en nuestro rol para dar esa respuesta: «el trabajo estable, gracias»… «espléndido, ya mero me titulo»… «no podría estar más content@, mis hijos están creciendo y sanos». Y cuando estamos solos, acallamos esa duda con la inacabable saturación informativa y sensitiva del día a día: demasiados estímulos audiovisuales en el entorno de la era que nos tocó vivir.

Qué difícil es lograr la verdadera satisfacción personal. Porque ni siquiera logramos identificar cuál es.

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Munch y el ensordecedor ruido de la distracción.  El Grito.

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